Sentir a la Orquesta Sinfónica Nacional fuera del Teatro Nacional –fuera de San José, realmente– provoca una evocación diferente, una suerte de bálsamo que, en el caso del concierto de anoche en la Catedral alajuelense, se permea de un calor que no solo proviene de las temperaturas usuales de la provincia.
El ensamble, dirigido en esta ocasión por su titular Carl St. Clair, estuvo muy bien acompañado: en total, 160 artistas se postraron en la médula del templo, mientras que las faldas de la Catedral quedaban arremolinadas por personas que hasta permanecieron en pie ante el abarrote humano.
Junto al Coro Sinfónico Nacional y los solistas invitados José Arturo Chacón y Pamela Armstrong, se sirvió Un réquiem alemán, obra que justamente hace 150 años nació en otra catedral: la de Bremen. Con la astucia de convertir al templo en un aliado para los instrumentos, Alajuela se fue rellena de una memoria que traslapa el dolor de la pérdida con la esperanza que dotó Johannes Brahms en su obra.
Un concierto diferente
Un súbito ssssshhhhh proveniente de las bancas del fondo de la Iglesia fue el preludio para la interpretación de la esperada obra.
El maestro St. Clair no esperó mucho para lanzar la orden desde su batuta para que los contrabajos bautizaran la noche. El grisáceo pelo del estadounidense comenzó a tambalear en los primeros segundos mientras las cabezas de los asistentes se acercaban más a la banca próxima de la Catedral, con la ilusión de poder sentirse en medio de violines y coristas.
“Bienaventurados los que padecen, pues ellos serán consolados”, fue lo primero que soltó el Coro Sinfónico (en alemán, por supuesto). A partir de ese instante, los coristas dispersarían en cada banca la gran selección de versículos que Brahms hizo de la Biblia Luterana, como si se tratara del agua bendita que el cura alajuelense dominicalmente abastece a los fieles.
Este sentimiento espiritual rápidamente hechizó y no era para menos. Brahms compuso esta obra en memoria de dos personas trascendentales en su vida: su padrino musical, Robert Schumman, y su propia madre, Johanna.
Los solistas invitados se encargarían de asumir estos roles a través del canto. José Arturo Chacón fue el primer solista en levantarse de la banca de espera para unirse al resto de artistas.
Mientras tanto, St. Clair recitaba en silencio y delataba con sus labios todos los versículos que el coro cantaba.
Sin ninguna clase de amplificación, más que enfrentarse a los instrumentistas, Chacón se amalgamó con el espíritu retumbante del templo.
Las cámaras de celulares aparecieron en simultáneo para registrar al barítono. El ambiente era emotivo mas no limitante: cada quien vivió íntimamente el réquiem, fuese con los ojos cerrados, leyendo el programa o mirando el concierto desde la pantalla del móvil.
De igual manera, entre cada uno de los movimientos de la obra, el público aplaudió. Los conciertos sinfónicos fuera de teatros permiten estas libertades realmente extraordinarias: los asistentes viven, con su respectiva intimidad, la música de la manera que quieren y, como la algarabía arrolladora que provoca la composición de Brahms, las manos aplauden por naturaleza propia, por alegría sincera.
Además, se podía cuchichear entre bancas y la música no perdía su impulso.Tal espíritu liberador permitió que la pasión, misericordia y redención que Brahms retrató en su música (composición que tardó más de diez años en gestarse) se sintiera genuina y transparente.
La aparición de Pamela Armstrong exaltó el espíritu reflexivo. Su interpretación daba para cerrar los ojos y provocar el ya dicho mil veces “canto de ángel” apropiado para un templo.
Tanto Chacón como Armstrong no solo cantaron, sino que interpretaron lo que Brahms quiso decir; encarnaron el dolor de un hombre que hace siglo y medio trataba de encontrar a sus figuras perdidas a través de la música y, al mismo tiempo, encontrarse a sí mismo. ¡Hasta el mismo St. Clair dejaba de dirigir con su mano izquierda los matices de la pieza para llevarse un puño al corazón!
No hace falta saber alemán para entender que la música de Brahms –así como cualquier otra– puede configurar a una noche de noviembre como un mantel de recuerdos.
Brahms rememoró a sus queridos a través de su música, los músicos recordaron a Brahms por medio de sus manos y Alajuela transformó todo esto en un recordatorio universal, en una noche donde las voces celestiales brotaban desde el suelo del templo.