En los años ochenta, los chicos que no sabíamos bailar sufríamos una pesadilla llamada chachachá. En cada fiesta adolescente, el disc-jockey encadenaba media hora de popurrí con dudosos ritmos tropicales, unidos con el único fin de que las chicas pudiesen depurar sus listas de pretendientes eliminando a los discapacitados del ritmo. Los contrahechos del compás caíamos como moscas, humillados por nuestra ineficiencia para poner un pie al lado del otro con un mínimo de gracia.
Hasta que sonaba Crazy Little Thing Called Love.
Esa canción era la más democrática de las fiestas. La más igualitaria. Incluso un torpe sin remedio podía seguirla con la cadera, y con un poco de práctica, parecer divertido y seguro de sí mismo. E incluso el esnob más orgulloso, el infaltable señor yo-no-bailo-merengue-porque-soy-metalero, podía atreverse con ella. Al fin y al cabo era Queen ¿verdad? También tocaban We Will Rock You ¿verdad? Eso te hacía sentir respetable. Además, un coro como ‘cosita loca llamada amor’ no sonaba tan ridículo dicho en inglés.
Aparte de abochornarme en fiestas púberes, yo tocaba música. Formaba parte de la tribu exótica que éramos los roqueritos fresas, en un país donde la gente normal escuchaba salsa y los más rebeldes se escupían mutuamente a la cara en conciertos de la escena subterránea. Igual que los escritores admiran a Proust o a Joyce, nosotros considerábamos que una buena canción era básicamente una canción complicadísima, que nos hiciera sentir superiores a los plebeyos que se conformaban con Sopa de caracol. Yo pasé años fingiendo que me gustaban grupos como Yes. O un disco de Pink Floyd que tenía un lado lleno de ecos de ruidos. Ya, ya lo sé. Había que hacer esas cosas para tener amigos.
En ese contexto, Bohemian Rhapsody me hacía sentir bien conmigo mismo. Era la canción más complicada del mundo, con coros de ópera, cambios inesperados y apoteosis gloriosas, pero a la vez sonaba lo suficientemente pop para gustarme de verdad. Resultaba un alivio ponerla, incluso a solas, sin tener que impresionar a nadie, y pensar: ‘Debo ser un buen músico, porque estoy disfrutando de este galimatías’.
Queen surgía en un sitio y en otro: en los esfuerzos por conseguir chicas y por tener amigos. Casi tres décadas después de la muerte de su cantante, Queen sigue apareciendo por todas partes. Under Pressure se cuela en los taxis, Don’t Stop Me Now, en los fines de semana nostálgicos. Vas a un estadio y la grada canta We Are the Champions porque en todo este tiempo no ha aparecido ninguna canción mejor para ese momento. El estilo de la banda es imposible de resumir. De hecho, cada canción podría ser de un grupo diferente. Simplemente, ellos supieron crear un himno para cualquier experiencia, una banda sonora para cada emoción, una tabla de salvación para todo momento.
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Esta semana se estrena mundialmente Bohemian Rhapsody, el biopic de Queen, y no pienso escuchar los comentarios ni leer las críticas. Porque aunque fuese pésima, aunque todo el mundo la odiase, yo tendré que ir a ver esa película. Y no tanto por la trama. La historia de los músicos y su éxito, la verdad, me importa muy poco. Lo que yo veré en la pantalla, como toda mi generación, será nuestra propia historia: el recuento, único para cada espectador, de las fiestas, los amigos, los estadios y los taxis que nos convirtieron, para bien o para mal, en las personas que somos.
* Santiago Roncagliolo es un escritor, dramaturgo, guionista y periodista peruano. El artículo original fue publicado en El Comercio de El Perú.